Por un proceso de regeneración moral
Cuenta en sus memorias la teóloga luterana Dorotea Soelle cómo siendo joven la lectura del famoso diario de Ana Frank le abrió inesperadamente al conocimiento del horror del holocausto perpetrado por el régimen nacional socialista contra el pueblo judío. Su familia, su entorno se lo había ocultado cuidadosamente a lo largo de sus años de infancia y primera juventud. El relato de Ana Frank -cuenta- le hizo sentir una vergüenza inmensa. Vergüenza de pertenecer al pueblo alemán. Vergüenza de hablar la misma lengua de los verdugos de los campos de exterminio con sus cámaras de gas, sus hornos crematorios, sus experimentos con cobayas humanas. Vergüenza de ser compatriota de los que idearon Auschwitz, Bergen-Belsen, Buchenwald, Dachav, Flossenbürg, Mauthausen etc. Dorotea Soelle prefiere hablar de «vergüenza colectiva» antes que de culpabilidad colectiva. Recuerda muy bien la pregunta que hacía entonces a los adultos que la rodeaban: «¿Dónde estabas tú cuando sucedió todo esto?». Ellos me negaban la verdad. «No sabíamos nada». «No teníamos ninguna relación con judíos». «Sabíamos que los llevaban hacia el este, pero nada más». Concluye Soelle: «Vergüenza colectiva es lo mínimo que debe sentir un alemán con esa historia a sus espaldas. Y esa vergüenza no tiene, no debe tener fecha de caducidad. Yo necesito seguir sintiendo esa vergüenza de pertenecer a mi pueblo. Necesito seguir sintiéndola porque el olvido alimenta la ilusión de que es posible seguir viviendo como persona prescindiendo de las víctimas».
Esta sincera confesión de la teóloga alemana me parece de actualidad en este momento importante en que se inician conversaciones entre el Partido Socialista y los representantes de una banda terrorista. En un tiempo en que estamos más que nunca expuestos al peligro de caer en esa ilusión que subraya Dorotea Soelle de que podemos seguir viviendo como personas en este país olvidando el horror de los últimos treinta años. Estoy convencido de que también nosotros debemos sentir esa vergüenza colectiva de que habla la teóloga alemana. Vergüenza ante la degradación moral en que ha ido hundiéndose día a día durante años éste nuestro país. Vergüenza ante los cientos y cientos de asesinatos que no han perdonado ni siquiera a niños siempre inocentes. Vergüenza colectiva ante crímenes de especial repugnancia como el de Miguel Ángel Blanco a quien recordamos en estos días de julio. Ante el de Yoyes asesinada por disidente delante de su propio hijo. Vergüenza por la actitud obscena y chulesca de criminales obstinados como los denominados 'Txapote' y 'Amaia' ante los tribunales de justicia similar a la de los secuestradores del funcionario Ortega Lara hace unos años, aquéllos que le mantuvieron durante más de un año sepultado en vida. Vergüenza por ese intento de volver a asesinar al asesinado profanando su sepultura como en el caso de Gregorio Ordóñez o escribiendo en las paredes de su casa «José Luis, jódete» en referencia a José Luis López de Lacalle asesinado en Andoain. O llamando por teléfono a la esposa de un recién asesinado para decirle jocosamente. «En las próximas navidades turrón de la Viuda».
José Saramago ha dicho que la indiferencia es la enfermedad de muerte de un pueblo. Este pueblo nuestro ha estado y sigue en gran parte estando enfermo de indiferencia. Nuestro eminente antropólogo Joseba Zulaika atribuye con acierto esta indiferencia e insensibilidad a nuestro narcisismo colectivo. Un narcisismo que nos lleva a sentirnos más allá del bien y del mal y a una incapacidad para ponernos en el lugar del otro, en este caso de las víctimas. Exponente de esta insensibilidad es, por ejemplo, la del político nacionalista que dice extrañarse de que se haga tanto ruido con las víctimas de la criminalidad etarra cuando son muchos más los muertos que cada semana produce el tráfico. O la de la vecina que se encuentra en el portal con la viuda de un asesinado y no se le ocurre otra cosa que decirle: «Te habrá quedado una buena pensión, ¿no?». Esta insensibilidad moral está también detrás de esos recibimientos clamorosos en los pueblos de los etarras que dejan la cárcel como si se tratara de héroes. La historia de nuestro País Vasco en estos últimos treinta años está llena de silencios clamorosos, complicidades calladas, lenguajes mendaces que tratan de ocultar la realidad como por ejemplo, «Aquí todos nos merecemos la paz» (Ibarretxe), «Todos hemos sido víctimas», «Ya es hora de pasar página».
Hablar de degradación ética, de una necesidad de regeneración moral de nuestro tejido social no es ninguna exageración. Yo deseo vivamente que los que han comenzado a negociar con aquellos que han volcado sobre nuestro país tanta muerte y tanta indignidad tengan bien en cuenta este envilecimiento moral y esta enfermedad de muerte que padece nuestro país y se llama insensibilidad. Para que en ningún momento incidan en una indigna compraventa de la justicia y del inmenso sufrimiento que carga sobre los hombros de cientos y cientos de víctimas.
Que sepan exigir a sus envalentonados interlocutores por lo menos el reconocimiento en sede judicial de sus miles de crímenes, extorsiones e indignidades. Sería un buen comienzo para un proceso de regeneración moral. Y que en ningún caso tenga lugar aquello que dice el superviviente de Auschwitz, Jean Améry: «Nosotros las víctimas apareceremos como los verdaderamente incorregibles e irreconciliables, como reaccionarios opuestos a la historia y el que se presente como un trastorno el hecho de que algunos de nosotros sobrevivamos».
Alfredo Tamayo Ayestarán